- El oficio de alcalde

El safari de alcaldes de la Región de Murcia acaba de cobrarse una nueva víctima –el de Torre Pacheco, otro “buen chico”, a juicio de los vecinos-, que, ingresado en la reserva carcelaria de Sangonera, ha arrastrado a la cúpula de Polaris World, dueño y señor de todos los terrenos de cacería de la zona, con lo que la lista de alcaldes imputados se acrecienta y llega ya a los 16 (15 del PP, 1 del PSOE, ¡vaya por Dios!).

El asunto devuelve nuestra atención, en concreto, al caso del alcalde de Totana, con una trama digna de kilométrica telenovela, y en general al resto de la tropa de primeras autoridades encausadas por un ancho espectro de delitos que están poniendo en seria cuestión el concepto que siempre se ha tenido de lo que representa la figura del alcalde.

El oficio de alcalde siempre nos pareció muy digno, honroso y lleno de matices que lo convierten en una figura de gran representatividad y noble dedicación. En el siglo XVIII, tras los Decretos de Nueva Planta, la nueva organización territorial de los Reinos Hispánicos tras la Guerra de Sucesión a la Corona de España, vinieron los Alcaldes Mayores, ciudadanos de carrera, preferentemente abogados y algo ilustrados en cuestiones de armas, que se hicieron cargo de los Ayuntamientos, ejerciendo desde sus adecuados conocimientos.

En Totana, la Alcaldía Mayor se creó el 27 de noviembre en 1713. El alcalde era nombrado directamente por el rey. El primer Alcalde Mayor de la villa de Totana, con los cargos de Juez de Residencia y Capitán a Guerra, fue don Jerónimo Osilia y Rayo. Con la dedocracia franquista, llegaron a las alcaldías los adeptos al régimen, uniformados con la camisa azul. Como había que reconstruir España y tirar hacia adelante “por la patria, el pan y la justicia” (sobre todo, por el pan, que era con lo que se podía mojar en la “fritá” y engañar al hambre en que nos sumió la cruenta guerra civil, que le salió de sus bolines a Franco) pues no había tiempo ni dinero, ni ansias, de pensar en otras cosas, hasta que con el correr de las décadas llegamos a la fiebre del ladrillo, momento en que algunos de nuestros alcaldes empiezan a hacer de las suyas y, por tanto, a denigrar las instituciones con sus malas artes.

Y en estas andamos. En muchos casos, ciudadanos de absoluta mediocridad, sin preparación adecuada para gobernar la complejidad que ofrece el día a día de una población, saltan a la alcaldía de la mano de ideologías políticas que buscan los intereses de su clase empresarial y de negocios, finalizando algunos, como el alcalde de Totana y ahora el de Torre Pacheco, en la cárcel. Estos alcaldes, al margen de lo que la justicia sentencie al final del proceso, denigran la institución municipal, ensucian el buen nombre del oficio de alcalde y dan, de propina, una visión nefasta de la comunidad que, por las razones que fueren, los apoyan o los soportan desde que empezaron a percibirse los efluvios de los tarros de las esencias correspondientes a cada uno de los municipios imputados. Y, sin embargo, pese a las graves imputaciones, buena parte de sus pueblos los aclaman, montan plataformas, organizan misas y hasta hacen pucheros por los micrófonos. Nada mejor que un estómago agradecido.

Contrasta que pueda impedirse la presentación a la elección de alcalde el sólo hecho de tener una multa de tráfico pendiente de pago y, sin embargo, no pueda ser fulminado en su puesto por haber estado en la cárcel y estar imputado por los cuatro puntos cardinales del delito administrativo y otros castigos que estamos cansados de repetir en estos artículos que, entre otras cosas, tratan de denunciar posturas tales como la indignidad, la desfachatez, con sus sinónimos ‘descaro’ y ‘desvergüenza’, de quien sigue ostentando un cargo público basado en la confianza y en la honradez y que, por su parte, lo asume como una prebenda de un partido político que prácticamente lo ha desahuciado y despreciando la honorabilidad de un oficio tan antiguo, tan noble y tan representativo.

En Totana y en otros lugares de la Región de Murcia, el oficio de alcalde está, como se dice, “a la altura del betún”. Y conste, una vez más, que aquí no echamos sentencias a nadie, que eso lo harán los jueces. Hablamos de responsabilidades políticas, que esta tropa no está dispuesta a asumir. De lo que ya estamos hartos, “ilustrísimos señores” alcaldes.

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